Motoristas de pacotilla

Me siento orgulloso de pertenecer al colectivo de los motoristas.

Me siento orgulloso de pertenecer al colectivo de los motoristas. Sin falsa modestia, diría que somos gente noble, generosa, solidaria y apasionada, sabemos disfrutar de la vida y de las sensaciones únicas que depara desplazarse sintiendo el viento en el cuerpo, en una sintonía casi mística con un vehículo de dos ruedas. Quizá por eso mismo me enerva especialmente cuando me encuentro con un imbécil subido en una moto; sí, ya sé que tiene que haberlos, que somos tantos que no podían faltar los impresentables, pero me cuesta aceptar que sea así. Son una lacra tan perniciosa para el resto que desearía que no existieran, que se esfumaran por arte de magia…

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Durante estas fiestas navideñas he tenido un encuentro con uno de estos personajillos que ha reactivado mi repulsa. Circulaba yo en coche por una carretera de doble sentido, pendiente como siempre tanto de lo que tenía por delante como de lo que venía por detrás; precisamente desde la retaguardia llegó, como un misil persiguiendo su objetivo, una superdeportiva japonesa con uno de esos pilotos frustrados que no han empatado con nadie. En plena prohibición de adelantar y con otro automóvil llegando de frente, me rebasó sin miramientos, obligando al vehículo que venía en sentido contrario a desplazarse hacia la derecha para dejar el espacio suficiente para evitar una tragedia. Pude ver el pavor en la cara de ese conductor, imagino que por un instante temió encontrarse a ese chalado empotrado dentro de su Renault Laguna.

Aún faltaba la guinda, que era la acompañante del aguerrido piloto, en este caso mujer. Es decir, una motorista imbécil como el anterior porque repitió la operación de adelantar en pleno cambio de rasante y sin visibilidad alguna. Eso sí, en su caso al menos nadie venía de frente. Me estaba preguntando qué podía tener esa gente en la cabeza cuando la luz de reserva de combustible en el salpicadero reclamó mi atención, tocaba repostar. Así que me detuve en la siguiente gasolinera y, qué casualidad, allí estaba la parejita poniendo también combustible.

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Me bajé del coche y me dirigí al machote que se pasaba las normas por el arco del triunfo. “No se adelanta así, compañero”, le dije con tranquilidad. “Con una línea continua y con tanto tráfico”, apostillé. Me miró desde su casco integral preguntándose qué clase de iluminado se atrevía a recriminar su actitud. “No había línea continua”, fue su única explicación. “La había, también señales de prohibido, lo sabes. Y además, un coche venía de frente. Si te quieres matar, hazlo pero tú solo, no nos pongas en peligro a los demás. Yo soy tan motorista como tú y así no son las cosas”, le respondí esperando que al menos reconociera su error o se disculpara.

En realidad, sabía que no lo haría. Resultaba obvio que estaba delante de un tonto embutido en un mono de cuero y que no admitiría jamás su error. Tampoco su acompañante femenina lo hizo, como era previsible (aunque siempre he confiado más en el sentido común de las mujeres, tengo que reconocerlo). Dios los cría y ellos se juntan. Después vi que sonreían dentro del casco, les debía parecer graciosa la situación, supongo que se sentían por encima del bien y del mal, así que les daba lo mismo lo que alguien les pudiera decir. ¡Menudos patanes! Y ya digo que lo que más lamento es que se sientan motoristas, que presuman de serlo y quieran pertenecer a una familia en la que el respeto es una norma inquebrantable. Poner de ese modo en peligro su propia vida pero ante todo la de los demás nada tiene que ver con disfrutar de la moto o presumir de talento para ir rápido. Simplemente es inconsciencia, prepotencia, estupidez y desprecio hacia los demás.

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Os pido disculpas por mi desahogo, sé que no sirve de nada porque estos personajillos existen en cualquier ambito de la vida y, por suerte, son minoría. Este individuo seguirá campando a sus anchas y quién sabe si el destino le demostrará algún día lo equivocado que está, aunque lo que más me preocupa es que esa ineptitud se cruce también trágicamente en el camino de alguien que nada tenga que ver con el asunto. Gente como ésta es la que hace tanto daño al resto de los motoristas, la que nos pone en el punto de mira de la sociedad casi en una categoría de delincuentes sobre ruedas que no respetan las normas ni es capaz de convivir en armonía con los demás conductores. Nosotros sabemos que no es así, aunque algunos se empeñen en dar argumentos a quienes no nos entienden. Esperemos que se trate de una especie en vías de extinción…

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¡Cuánto cinismo y demagogia sobre la moto de campo!

Es una reflexión recurrente en mí, pero que casi alcanza la categoría de obsesión durante estos días, cuando tanto disfruto siguiendo el Dakar (como aficionado y periodista).

Es una reflexión recurrente en mí, pero que casi alcanza la categoría de obsesión durante estos días, cuando tanto disfruto siguiendo el Dakar (como aficionado y periodista). La Prensa se hace eco del desarrollo de la competición, los aficionados esperamos ilusionados los triunfos de nuestros ídolos y muchos confían en que lleguen para poder celebrarlos con ellos, salir en la foto, apuntarse el tanto, presumir de lo bien que va el deporte en España… Sí, me refiero a los políticos, a las autoridades (aunque quizá este término habría que reconsiderarlo visto lo visto), ministros, secretarios de Estado, presidentes de autonomías o alcaldes. Los mismos, todos ellos y cada uno en lo que le toca, que durante el resto del año prohíben a esos deportistas practicar la actividad de la que tanto se felicitan a continuación. Paradójico…

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La persecución que la moto de campo sigue sufriendo en este país es un sinsentido mayúsculo, pero más aún que sus responsables acto seguido se jacten de lo estupendos que son estos chicos, de lo mucho que hacen por esa ‘Marca España’ que nadie sabe muy bien de qué va. Porque Marc Coma, Laia Sanz, Joan Barreda, incluso Nani Roma o Carlos Sainz con sus coches, en realidad son delincuentes a los ojos de una legislación tan ridícula como anacrónica. Si cualquiera de ellos abandona el asfalto para pisar una brizna de hierba o la tierra de un camino, automáticamente se convertirá en un forajido, en un fuera de la ley que se arriesga a ser perseguido, detenido y sancionado. Eso sí, después, cuando gane el Dakar (o un título mundial de enduro o trial), aparecerá algún oportunista dispuesto a felicitarle, sin preguntarse cómo demonios puede ese campeón tan lustroso entrenarse para llegar a ser tan bueno…

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